jueves, 10 de diciembre de 2009

Alzheimer

Había cuatro flores en el florero de la entrada, cuatro que cambiaba meticulosamente cada día, para que no se pudieran.. o no darme cuenta yo de que pasaba el tiempo.
No sabría decir cuántas flores se sucedieron en todos aquellos días, ¿cientos, quizá?, ¿o apenas diez? Como he dicho, no sé la respuesta.
Eran rojas, siempre rojas, si no las había yo misma me ocupaba de que se volveiran rojas de alguna manera. Quería recordar los colores, lo vivos que eran, saber la pasión que el rojo había representado en aquellos quince años que pronto olvidaría.
Y eran rosas, rosas de las de verdad, no de color rosa. No soy redundante, pero, pero... maldita sea, no, no soy redundante. Eran rosas porque... ¡por los tangos que aprendí a bailar con él! Eso era. Me cudiaba de quitarle las espinas, para poder creerme una princesa eternamente joven al agarrar alguno entre la dentadura.
La dentadura... ¿pero dónde está la dentadura? Sobre la chimenea, sí, sobre la chimenea. Al lado hay una foto de mi hijo, Ricardo, qué guapo es. Hace tiempo se marchó, pero... no recuerdo verlo volver. Esperad ¿dónde está Ricardo?, ¿dónde mi marido? Hija ¿dónde están todos? La habitación está vacía. Mi hija, mi hija estaba aquí. Las 9, no puede ser tan tarde. Entonces ¿ya se ha marchado? No recuerdo oír cerrarse la puerta. Quizá fue ayer. Pero ¿dónde está Ricardo?, ¿dónde mi hija?, ¿dónde la dentadura? Dios mío, las 9, me echarán del taller, debo marcharme, pero esta no es mi casa. No puede ser, yo no tengo una chimenea, ¿por qué no puedo vocalizar?, ¿qué, qué...? Mis... mis dientes.
Mi... mis recuerdos...
¿Quién es la del espejo? ¡Fuera de mi casa!
Y dónde, ¿dónde estoy yo?

miércoles, 9 de diciembre de 2009

Help.



Corrió hacia el teléfono descolgándolo de un manotazo, lo cogió en el aire antes de que llegara a tocar el suelo, sin apenas mirar los botones tecleó el primer número que le vino a la cabeza. No esperó a oír contesta, sus labios murmuraban rápidamente palabras prácticamente ininteligibles.
-Ayúdame, ayúdame, por favor. Siento un fuerte dolor, no sé lo que es, he probado todo y no se calma... creo que está dentro, dentro de mí. Tengo miedo, mucho miedo, por favor, ayúdame...-pero las últimas palabras se fundieron en un grito ahogado al oír la línea comunicando al otro lado.
Sola, se había quedado sola. No existía otro dolor que el de la soledad, la culpabilidad...
… y no había más ganas que morir agarrada a aquella postal.
Pensó en ponerse guapa, maquillarse. Se dio cuenta de que una vez la encontrara la policía no sería más que una víctima más.
Pensó tomar pastillas, para mantener su cuerpo intacto. Se dio cuenta de que prefería el dolor que le hiciera pagar su culpabilidad.
Y pensó en recapacitar, en no hacerlo... ¿pero por quién? Se vio sola y se cortó las venas junto a la pared.

martes, 8 de diciembre de 2009

He de reconocer que lo sabía.

Algunos seres humanos somos personas, y como personas no nso gusta que nos repitan lo que ya sabemos. Nos gusta hacer alarde de nuestros conocimientos, hacernos los interesantes, murmurar un "ya lo sabía"; pero nunca nos gusta que nos recuerden lo que ya sabemos, que lo hagan volver.


Y además de personas, somos idiotas.Pero intentar explicar eso es imposible y forma parte de mi propia idiotez.

domingo, 6 de diciembre de 2009

Para explicarme.



   Podría empezar por el principio. Sería una buena idea, comenzar hablando de lo que por ti sentía, de la chispa en el estómago al verte; o podría pasar directamente a hablar de las cosas que esperaba encontrar en tu mirada y no aparecían, a las noches que buscaba calor en una cama vacía.
   Por suerte para mí, y mala para ti, éste no es el texto en el que te voy a relatar la verdad.
   Era invierno, frío, aburrido, dormido, un eterno domingo se sucedía y las casas grises no invitaban a sonreír por las mañanas. Las clases eran soporíferas, la gente sin sentido llevaba su vida por el mal camino. Yo no era distinta, pero yo me labré mi mal camino sola. Sin pala ni apisonadora, fui creando un sendero, encontrando piedras que entorpecieron mi camino, pero labrándolo sola.
   Así era la situación cuando te conocí. Cambió el invierno a la primavera, pero las casas siguieron grises y las clases sólo evolucionaron en más soporíferas. Los caminos de la gente nos iban apartando a todos. Marta por un lado, Ana por el otro, y así nos íbamos encerrando todas en nuestros mundos; con nuestro rincón en soledad, nuestro grupo de amigos y nuestros respectivos fantasmas del pasado para atormentarnos. Pero los míos no se parecían a los suyos, yo no tenía miedo a la oscuridad, o claustrofobia por haberme quedado encerrada en un ascensor; yo tenía miedo a aquellas arrugas que me convirtieran en ella...
   La abuela vivía a algo menos de 10 km de la ciudad, una vez me fui haciendo mayor, iba andando sola a visitarla. Llevaba su tiempo, pero merecía la pena perderse por aquellos caminos de la periferia; diría que tienen un encanto especial, las calles eran finas y hasta aquella humedad le daba un toque más perdido, a mí me gustaba sentirme perdida y, nada más ver aquella puerta azulada, saber que había vuelto a encontrarme.
  De mi rutina poco más se encontraba destacable, un café, dos tostadas y de vuelta a la calle. Caminar por una avenida para ir a clase, a las dos coger el mandil para trabajar en el bar de la esquina y servir café y tostadas a quien podía amanecer más tarde.
   En el tiempo libre solía volver a la calle, dar un vuelta, tomar a deshoras más café y tostadas, yo era la que no tenía hora de llegada... ni obligación de volver. De manera que apenas si veía a mi madre una vez al día, y si no estaba en chándal unas ojeras negras ensombrecían mi mirada, apenas un hola y un adiós hasta el día siguiente, o a la vuelta del fin de semana.
   A él apenas lo conocía, sé que pasaba por casa de vez en cuando, dejaba colillas en el cenicero y colonia en su cama. Alguna vez coincidimos desayunando, se interesó por mis estudios, mi trabajo, y mis piernas largas.
  Al otro lo visitaba de vez en cuando, siempre con flores,él se mantenía escuchando mi rutina, yo me sentaba en la hierba y leía mil veces el epitafio. Hacía esto cuando no tenía ganas de que me repitieran la historia, o las matemáticas, o, simple y llanamente, no tenía ganas de ser observada. Cuando cruzaba de vuelta las puertas de vuelta a casa, cambiaba mi camino hacia casa de la abuela, algunas veces también había flores para ella. Esta también se mantenía atenta a mis palabras, alimentaba su mente con vivencias que ya no tenía y, más tarde, me daba dinero como queriendo comprar mi vuelta, o pagar mis palabras.
   Entonces llegó el día en que ella no volvió a casa, desaparecieron las colillas y el olor a colonia, aparecieron las deudas del recibo de la luz y del agua. No dejó una nota, sólo un poco de dinero que se me fue en el autobús una mañana de lluvia. Al poco tiempo decidí que no necesitaba sesenta metros cuadrados para mi vida, treinta me llegaban en cuanto le sumábamos la inmensidad de la ciudad.
   Acabaron las clases, la lluvia y mi contrato. La calle se tornó de otro color y me mostró una nueva forma de vida. Tres noches a la semana no sólo el novio de mi madre se fijaba en mis piernas largas. Seis meses pasaron hasta que murió la abuela, me dejó su casa, sus recuerdos y diez kilómetros para la ciudad.
   De casa al parque lo conocí a él, me buscaba. Yo era delgada de piernas largas, todo lo que necesitaba para una exclusiva cada tres semanas. Nada me costó decir el “sí, quiero”, poco me importaron las fotos, los rumores y los cotilleos. Un ático de doscientos metros, una vida pagada y un “para siempre no te quiero”.
   Esa puede ser la historia, aunque no lo sea, tú créela, me ha costado mucho más que olvidarte en éste tiempo.




Después de una pausa, se retorna con más fuerza.